ROMERO MURUBE, EL POETA QUE AMÓ A SEVILLA (*)
Alguien escribió en una ocasión que el meridiano de la poesía española del siglo XX pasaba por Andalucía, aunque Juan Ramón Jiménez quiso concretar más pidiendo que se nombrase a Sevilla capital poética de España pese a que él no fuera sevillano como tampoco lo ha sido Joaquín Romero Murube, nacido muy cerca de la capital Hispalense y que siempre llevó a Sevilla muy dentro de sí. Romero Murube vino al mundo en la localidad de Villafranca y Los Palacios, en la actualidad se llama Los Palacios y Villafranca, el 18 de julio de 1904. Los Palacios se remonta a la época de Pedro I el Cruel que hizo un castillo, sobre los restos de otro antiguo, para vigilar la zona cristiana desde la árabe. En los siglos XIV y XV, Villafranca de la Marisma dependería de Los Palacios, constituyendo un asentamiento disperso, ocupado por pastores dedicados a la cría caballar, que plantarían sus chozas en la falda soleada. En la actualidad la torre de la iglesia domina el paisaje y desde las azoteas de las casas se puede ver el humo de los barcos que pasan por el Guadalquivir.
Joaquín Romero Murube nunca perdió sus raíces campesinas, por eso es en la revelación de la soledad del campo, donde él había nacido «sí, la soledad como algo denso y palpable que nos une y relaciona con el fondo de la vida y con el universo»[1], donde el poeta descubre su vocación por la poesía:
Sin saber por qué he venido.
Esta es mi alcoba y mi cuarto.
En la ventana el herraje
eterniza el mismo cuadro.
Se adivina, negra, el agua
en el pozo ensimismado.
Entre las ramas del cielo
tiembla el sueño de los pájaros.
La casa grande, esterada,
mata mi voz y mis pasos.
¡Soledad de mi niñez
por el pueblo y por el campo!
¡Yo nunca supe tu nombre
ni nunca te di la mano.[2]
Sus padres lo llevan a estudiar el bachillerato al colegio de Villasís, de los jesuitas de Sevilla. Al finalizar estos estudios, comienza en la Universidad el curso preparatorio de Derecho que quiere cumplimentar con otras asignaturas de Filosofía y Letras, aunque nunca los finalizó por lo que llegó a manifestar: «… no tengo carrera académica, ni profesión determinada: no soy médico, ni ingeniero, ni arquitecto, ni catedrático. No soy, ¡válgame Dios!, ni abogado»[3]. Pero en esta época, ya está lanzado a su vocación literaria «mi verdadera vocación es la de poeta», decía que comienza a dar sus frutos en la revista Mediodía, vinculada a las corrientes vanguardistas, que puso en marcha con Alejandro Collantes, Juan Sierra, Rafael Porlán y Rafael Laffón. De esta revista, que también editó varios libros, se publicaron solamente 18 números porque la tronada de la guerra civil acaba con ella. La mayoría de los poetas del 27 colaboraron en sus páginas. «Romero Murube quedará por toda su vida como el marinero al que le hundió el barco, y se niega a alejarse de sus cercanías. Habrá cambiado la aventura poética por una labor en el Ayuntamiento de Sevilla, que fue el cargo más idóneo que cabe pensar para un poeta como él era»[4].
Romero Murube siempre se sintió integrante del grupo Mediodía: «Representábamos en Sevilla dice aquel afán purificador que se inició el año 1925 y que en terreno poético, principalmente, tenía como lábaro guiador conseguir la poesía pura»[5]. A esta revista que ve la luz en junio de 1926 en la capital Hispalense, la habían precedido en esta misma ciudad, Bética (1913-1917) de fuerte contenido andalucista, y Grecia (1918-1920) de la que solamente se publicarían seis números. Romero Murube sabe que con el nacimiento de la revista Mediodia aparece la nueva generación literaria en la que también colaborarían, anteriores a ella, José María Izquierdo, Miguel Romero Martínez, Cortines y Murube, y el grupo de la revista Grecia, los «ultraístas». Hay sucesión, «pero no rompimiento y en este caso Romero Murube, quiso reunir esta tradición inmediata, que él respeta, con un afán de novedad»[6]. Pero el literato ya había publicado antes de la fundación de la revista, La tristeza del conde Laurel (1923), novela corta a la que también le puso el prólogo, y Hermanita Amapola (1925). En 1924, comienza a colaborar en El Liberal y en esta publicación el Glosario de Eugenio d’Ors le abrió un camino que él mismo sigue en Prosarios, que puede considerarse su primer libro donde ya hay una canción de corte neopopular.
En 1925 saca unas oposiciones de administrativo en el Ayuntamiento de Sevilla y se presenta al premio José María Izquierdo, creado por el Ateneo de esa misma capital. El primer premio quedaría desierto, pero Romero Murube y Vicente Lloréns con la novela La aventura de mañana, ganan un accésit de 250 pesetas que reciben de manos del Infante don Carlos en la apertura del curso 1925-1926. Publica ese mismo año otra novela corta que tituló Hermanita Amapola, obra que el autor no recoge en su bibliografía. Por otro lado, «desde los comienzos de su temprano caminar por la literatura cultiva el tema de la Semana Santa. En Sombra apasionada (1929) ya aparece un texto que le singulariza: Oración a la Virgen de la Macarena[7].
No publicaría ningún libro más hasta la llegada de la Segunda República cuando tuvo que contemplar, entre otros horrores que trajo ese periodo, el incendio y destrucción de la iglesia de San Julián de Sevilla, realizado en la madrugada del 8 de abril de 1932, y además ni en ese año ni el siguiente, y sólo parcialmente en 1934, hubo Semana Santa en la capital Hispalense «pues ninguna Hermandad quiso exponerse a los riesgos de la falta de seguridad y ninguna garantía de orden y respeto durante los desfiles procesionales»[8]. Romero Murube se haría eco más tarde de ese incendio cuando apareció, entre sus ruinas humeantes, la imagen gótica de la Virgen de la Hiniesta: «¿Recordáis la cara de la Virgen de la Hiniesta? No encontraremos palabras para poder encerrar la emoción que a todos producía la visión de aquel rostro que, perdido hoy en la eternidad de la muerte, nos deja en temblor de nuestro recuerdo dos lágrimas que surcan una mejilla de cristal, radiada por la sombra de las largas, negras pestañas […]. Más grande que el dolor de recordar todo esto, ha sido el que a nosotros deparó el destino, al ver en el fuego a la Virgen de la Hiniesta. Obligaciones periodísticas nos obligaron a presenciar el desastre de aquella madrugada desoladora»[9]. Años más tarde, 1944, sería el propio poeta quien pronunció el Pregón de la Semana Santa.
Vino después la guerra que asoló las tierras de España, y con ella el asesinato de García Lorca del que el escritor Andrés Trapiello dice que en el bando nacional se produciría un gran silencio y que pocas fueron las voces que se atrevieron a romperlo: «Una de ellas, la del poeta sevillano Romero Murube, alcaide del Alcázar, se aventuró a dedicarle, el año 37, la cortísima edición de sus Siete romances: “¡A ti en Vizna (sic), cerca de la fuente grande, hecho ya tierra y rumor de agua eterna y oculta!”.Quizá nadie supiese en Sevilla lo que escondía aquel Vizna, tan oportunamente camuflado, pero siguen aún en el mundo parte de aquellos 237 ejemplares que burlaron las garitas de la censura»[10]. Romero Murube fue incluido en la Antología poética del Alzamiento 1936-1939, preparada por Jorge Villén, con su poema titulado No te olvides…cuyos dos primeros versos son, posiblemente, de homenaje a García Lorca, pues además de hacer referencia al mes de agosto, mes en que fue asesinado el poeta, hace mención a las adelfas: Ya puedes cortar si gustas / las adelfas de tu patio…, dice el poeta granadino en el Romancero gitano. Los primeros versos del poema de Romero Murube dicen así:
No te olvides hermano, que ha existido un agosto
en que hasta las adelfas se han tornado sangre,
y que en el claro viento las rosas de la muerte
se abrían en estampido del odio de los hombres.
No te olvides, hermano, que bajo las estrellas
los fusiles han dicho sus postreras palabras
cuando un escorzo de hombro se lleva a las manos
el hueco de las húmedas heridas…[11]
Pero no es cierto que a la muerte del poeta se produjera ese «gran silencio» del que nos habla Andrés Trapiello, porque en 1937 el periódico falangista Amanecer de Zaragoza, firmado por Francisco Villena, dedicaba un artículo a Federico García Lorca en el que lamenta la muerte del poeta que se ha ido, pero que nos ha dejado la semilla: «El Imperio ha perdido su mejor poeta. Ahora sí que podéis pregonar que la poesía de García Lorca huele a tierra mojada...». Y el artículo termina con estas palabras: «Esta es la historia, amigos, mas quiero que no olvidéis que ella no es leyenda, que es una historia reciente que vio la Alhambra y que veremos continuar hasta que nuestra Revolución Nacional-Sindicalista imponga el amor, como método más humano de convivencia»[12]. También tenemos el artículo firmado por Luis Hurtado Alvarez y publicado el 11 de marzo de 1937 en el periódico falangista Unidad, de San Sebastián, que comenzaba con estas palabras: «A la España Imperial le han asesinado su mejor poeta»[13].
Romero Murube a quien Federico García Lorca le había dedicado un ejemplar del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, y con quien, según el autor y profesor de la Universidad de Sevilla, Jacobo Cortines, «ambos compartían la melancolía y el ensueño», volvería a dedicarle, poco tiempo después, el soneto, A un amigo muerto:
He subido las calles de Granada
para buscar tu voz y tu gemido
y en fría soledad ya voy perdido
por muro blanco y tarde desolada.
Mudo el rumor del monte y la llanada.
Sin flores ni canción, sin luz, tu nido.
Busco jardines altos que has vivido
y sólo encuentro pena soterrada.
¿Y aquel caudal de vida, aquel potente
ritmo de voz humana poderoso
hecho yema del mundo y luces bellas?
Ya no te ve Granada ni te siente.
Tu sangre es caño de agua silencioso.
Tu luz y tu temblor, de las estrellas.[14]
En el periodo republicano, Romero Murube fue nombrado alcaide del Alcázar y aquí solían reunirse músicos, pintores, escritores, catedráticos, ensayistas: Rodolfo Halfter, Pablo Sebastián, Eduardo Llosent, Manuel Díez-Crespo, Rubio Sacristán, Juan Sierra, Manuel Halcón, Ángel Ferrari, Juan José de Orta, y cuando pasaban por Sevilla, Pepín Bello, Rafael Alberti y Federico García Lorca. Romero Murube «derrochaba talento en sus reuniones, y escogía para ellos los rincones más gratos de patios y jardincillos, trazados según la sabiduría árabe, que buscaba la sombra y el agua, de acuerdo con los movimientos del sol. Había sitios para las mañanas y otros para la caída de la tarde. El lugar preferido solía ser el Baño de doña María de Padilla, tantas veces pintado por Orta, discípulo de Vázquez Díaz y seguidor de Juan Gris, con blancos de matices infinitos y aguas movidas por la magia cubista»[15]. Después, este puesto le dio derecho a ocupar una vivienda en los altos del Apeadero, con entrada por el patio de Banderas, donde en compañía de su esposa y prima lejana Soledad Murube Cardona, con la que se había casado a principios de 1936, vivirá hasta su muerte ya que siguió siendo alcaide después de terminar la guerra; en los años cuarenta se le podía ver «con el uniforme de Falange y recibiendo en el Alcázar a jerarcas de países aliados, pero quizá poco a poco ese ímpetu de primera hora fuera diluyéndose hasta llegar, como le comentó a un amigo, a colgar la camisa de Falange y ponérsela solamente cuando llegaba Franco»[16].
En plena guerra civil aparece uno de sus los libros clave: Sevilla en los labios: «Toda la ciudad se adivina en este libro, entrevista por unos fugaces resquicios: una barrio, unos jardines, la danza andaluza, el eco de unas voces malogradas. Y basta para tener a Sevilla en los labios, para llevarla en el corazón, en el deseo, en el pensamiento», dice su prologuista Llosent Marañón. Su título, al parecer, se debe al poeta cántabro Gerardo Diego que en el número 17 de la revista Mediodía publica un artículo titulado La tercera en los labios «en el que superpone tres Sevillas: la primera, en la frente, en una Servilla mental; la segunda, en el pecho, una Sevilla “entrevista en el gesto”; y la tercera, en los labios, la inefable, que reserva para Joaquín Romero Murube»[17].
Una vez finalizada el conflicto entre españoles, corrió el rumor de que Joaquín Romero Murube había tenido la oportunidad de salvar la vida del poeta Miguel Hernández cuando éste acude al Alcázar en demanda de su ayuda. Sobre este acontecimiento, el académico José María de Cossío cuenta en un artículo una historia que dice habérsela oído al propio Romero Murube y que, entre otras cosas dice: «Al concluir la guerra se hallaba éste de alcaide en el Alcázar de Sevilla, Miguel y Romero Murube se habían conocido tiempo atrás a través de mí. Estaba un día Murube esperando a Franco, que llegaba a Sevilla e iba a hospedarse en el Alcázar, y se le presenta Miguel Hernández, al fin decidido a marchar al extranjero. Al pasar por Sevilla fue a pedirle ayuda. Más o menos ésta es la conversación, transcrita por Romero Murube: “Vengo a ver si me puedes ayudar”, dijo Miguel. Y Romero: “No puedo precisamente ahora, Miguel, ¡Estoy esperando a Franco! Va a llegar de un momento a otro. Vete ahora mismo por ahí, por favor”. En esto, Franco que hace su entrada por la puerta principal del Alcázar… y Miguel Hernández que, a toda prisa, sale por la otra»[18].
Curiosamente Romero Murube no cita en ninguno de sus artículos al poeta de Orihuela ni le dedicó ningún poema como los que dedicó a García Lorca: es como si sintiera una especie de remordimiento que le hacía imposible escribir su nombre. Él, que tanto escribió sobre el Alcázar y sus jardines, nunca quiso recordar aquel episodio, al menos de forma escrita, aunque también dicen que pensaba hacerlo. Pero sí, desde el Alcázar, recordó los horrores de la guerra, «los más sangrientos y dolorosos de España. Si nuestra sangre y nuestro dolor de hoy pueden servir de base a tu paz y a la de los tuyos, lo damos todo por bien empleado. Arriba España»[19].
Sobre el episodio acontecido con el poeta Miguel Hernández existen varias versiones muy diferentes entre ellas. Para Juan Lamillar, biógrafo de Romero Murube, la más convincente, aunque narrada casi de forma novelesca, es la del poeta y escritor Aquilino Duque que cuenta cuando Miguel Hernández
llegó a Sevilla, donde tenía amigos que lo podían amparar, como Jorge Guillén y Joaquín Romero Murube. Era a últimos de abril de 1939 y Jorge Guillén ya no estaba, pero eso Miguel no podía saberlo. El generalísimo había llegado a Sevilla para el desfile de la Victoria y se alojaba como es natural en el Alcázar, y Miguel, que tampoco lo sabía, al Alcázar que se dirigió en busca de Joaquín. Llegó Miguel al Patio de Banderas y se metió por él como Pedro por su casa. El que hubiera algunas calles acotadas, guardias en algunas azoteas, vigilancia en algunas plazas, reposteros en los balcones y haces de banderas en las farolas es cosa que debió de parecerle bastante normal. En torno al alcázar los puestos de guardia se escalonaban en profundidad. Había boinas rojas y pistolas ametralladoras, tricornios y mosquetones, turbantes y lanzas, y a nadie se le ocurrió interpelar a aquel paisano de aire más bien rústico que llegó al apeadero en el mismo momento en que Joaquín, vestido de féretro, con aquel uniforme negro de jerarca, acompañaba a la puerta al general. A Miguel se le iluminó el rostro y procuró llamar la atención de Joaquín. Éste le hizo mudamente señas de que se hiciera a un lado y esperara. Una vez despedido el Caudillo, Joaquín se vino para Miguel, que le dijo: «Oye, ése no es el general Franco?».
Joaquín le buscó a Miguel un alojamiento en los altos de la lechería Bonilla, que estaba en un pasaje entre la calle Rositas y la calle Santas Patronas y, pasado el jaleo de aquellos día de actos oficiales y vuelta la calma al Alcázar, iba todos los días Miguel a ver a Joaquín, que estudiaba la manera de hacerlo salir de España. Por fin lo mandó a Valverde del Camino en busca de su amigo Diego Romero Pérez. Miguel no lo encontró, siguió su viaje y trató de llegar a Portugal. En el Rosal de la Frontera lo detuvieron por indocumentado. De allí lo llevaron a Madrid, a la cárcel de Torrijos, donde pasó el verano y adonde fue a verlo otro sevillano inolvidable, Eduardo Llosent, casado entonces con Mercedes Formica Corsi, camisa vieja de la Falange ella y flamante director él del Museo de Arte Moderno. Eduardo Llosent llegó acompañado de Diego Romero Pérez, el cual, destinado en la Auditoría de Guerra, se hizo cargo de la defensa de Miguel, que el 14 de septiembre ya estaba en la calle. Eduardo opinaba que lo más prudente era que saliera de España, y de acuerdo con Sancho Dávila y Julián Pemartín, jerarcas de Falange, le propuso llevarlo a Gibraltar y de allí al Marruecos francés. Miguel quería a toda costa ver a su mujer y conocer a su hijito, así que sus amigos le proporcionaron un salvoconducto para ir a Orihuela, y eso fue lo que le perdió.
Este lance y otros parecidos se proponía relatar Joaquín Romero en unas Cartas a nadie o Cartas perdidas que nunca llegó a escribir y que con su muerte se perdieron para siempre[20].
Los primero años una vez finalizada la guerra fueron para Romero Murube de mucho trabajo: la dedicación a la Comisaría de Defensa del Patrimonio Artístico Nacional o el nombramiento como Delegado Provincial de Educación Popular. Sin embargo tiene tiempo para escribir porque en 1943 publica un libro en prosa, de carácter ensayístico donde trata de falsedades históricas, titulado El Discurso de la mentira, con prólogo de Eugenio Montes. Publica también este mismo año, Guía del Alcázar. En 1948 se celebra en Sevilla el VII Centenario de la conquista de esa capital por el rey Fernando III el Santo y el Primero de la Feria de Abril. A causa de esto, Franco visitó la ciudad y Romero Murube intervino en la organización de todos los actos incluso llegó a dar una conferencia sobre los mismos en Radio Nacional de España. Este mismo año aparece su libro poético Tierra y canción.
En este tiempo y hasta su muerte Romero Murube escribe en los periódicos Abc, F.E., El Correo de Andalucía, Arriba, y también en las revistas Blanco y Negro, Destino, etc. Los artículos eran muy variados en sus temas. Dirigió también la Hoja del Lunes. Por su labor en la prensa obtuvo el premio Juan Palomo que había sido instituido por el escritor sevillano, Manuel Halcón, primo del poeta Fernando Villalón. Acude en 1952 al I Congreso Internacional de Poesía que tuvo lugar en Segovia bajo la presidencia de Eugenio d’Ors, Vicente Aleixandre, Carles Riba y el colombiano Eduardo Carranza. «Dejó Murube constancia de esos días en un apretado artículo, en el que da cuenta de las conferencias, conciertos, propuestas se pensó en un Montepío para poetas, en abrir casas de la Poesía…, debates y excursiones. Todo lo contempla el autor con un “escepticismo, tal vez equivocado, de poeta andaluz, de poeta con tres mil años”, porque a la burocracia y a las academias opone el diálogo abierto y la camaradería»[21] .
En 1950 ya había escrito Memoriales y divagaciones, con cartas por lo más hondo de Sevilla, Roma y Berna. En 1959 publica Lejos y en la mano, «quizás su libro más misceláneo», dice su biógrafo Lamillar, donde no falta una sección de viajes por Andalucía influida muy probablemente por los libros de viajes de Camilo José Cela. Contiene además unas letras del escritor francés con quien había mantenido un largo epistolario[22], Paul Morand, que fecha en 1957 en la localidad suiza de Vevey, en las que le dice: «Joaquín: tú no te pareces a nadie, tu bello rostro andaluz desesperado, la elegancia de tu andar, tu ironía señorial, tu ferocidad tan tierna, tus silencios epistolares, tu stendhalismo, esa manera tuya de buscar a Dios sin pasar por los arzobispos, tu gongorismo refinado…»[23]. A partir de este momento, Romero Murube ya es un escritor reconocido, aunque minoritariamente. Como funcionario que era desde hacía muchos años está condecorado con la Encomienda del Mérito Civil, Encomienda con placa de Alfonso X el Sabio, etc. Tampoco faltó la Gran Cruz de Isabel la Católica que le concedió Franco.
El autor de Sevilla en los labios pone fin a su obra con un ensayo tal y como la había iniciado. Si comenzó con un estudio biográfico sobre quién había sido su amigo José María Izquierdo, la terminó con un estudio acerca del sevillano Francisco de Bruna y Ahumada, que fue responsable durante 42 años (1765-1807) de los Reales Alcázares de Sevilla. Con esta obra consiguió el Premio Ciudad de Sevilla en 1964, y a su figura le dedicó en 1941 su discurso de ingreso en la Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría.
La muerte de Joaquín Romero Murube se produjo de forma repentina el 16 de noviembre de 1969. Había salido a cenar con unos amigos y ningún síntoma de cansancio ni fatiga se le veía en su rostro. Se mostró en todo momento alegre como era su costumbre, pero cuando llegó a su casa se sintió enfermo, falleciendo a las pocas horas de un ataque al corazón. Más tarde su cadáver, cuyo féretro estaba cubierto con un manto de la Virgen de la Soledad, fue llevado a hombros de empleados del Alcázar y de hermanos de la Soledad. Sobre su tumba hay una inscripción que él, en su libro Los cielos que perdimos, había reproducido de un personaje noble andaluz del que sólo sabía que se llamaba Francisco Javier y que a fines del siglo XVIII escribió: «No pudo quererla más, ni puede sentirla más».
Después por decisión del Ayuntamiento la calle Alcazaba cambió su nombre por el de Joaquín Romero Murube. Era el primer homenaje que la ciudad rendía al escritor ilustre que viviera por ella en desvelo constante.
Sevilla fue siempre una dedicación y un amor de Romero Murube, de lo cual hay abundantes muestras como el poema que sigue:
Sevilla, cuando yo muera
no quiero ser tierra tuya.
Aire fino de tus barrios.
Soledad de tus clausuras.
Vuelo y canto de campanas
que suben a Dios su música.
Luz de la tarde dormida.
Jazmín de novia. Ternura
de madre joven, contenta.
Caridad dulce y oculta
que besa llagas y heridas
y no pregona sus luchas.
Casta de tu señorío.
Claridades sin penumbras.
Aroma, canto, saeta,
júbilo, oración, profunda
sabiduría sin norma.
Sencillez que nada oculta.
Sevilla, cuando yo muera
quiero ser tu gracia pura.[24]
JOSÉ MARÍA GARCÍA DE TUÑÓN AZA
(*) Artículo publicado en la revista Altar Mayor, nº 119, febrero 2008.
[1] ROMERO MURUBE, JOAQUÍN: Los cielos que perdimos. Ediciones Libanó. Sevilla, 2001, pág. 18.
[2] ROMERO MURUBE, JOAQUÍN: Canción del amante andaluz. Luis Miracle, editor. Barcelona, 1941, pás. 86 y 87.
[3] LAMILLAR, JUAN: Joaquín Romero Murube. La luz y el horizonte. Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2004, pág. 29.
[4] LÓPEZ ESTRADA, FRANCISCO. Prólogo de la antología Verso y Prosa de Joaquín Romero Murube. Sevilla, 1971.
[5] ROMERO MURUBE, JOAQUÍN: Sevilla en los labios. Editorial Castillejo. Sevilla, 1991, pág. 105.
[6] LÓPEZ ESTRADA, FRANCISCO: Prólogo… Op. cit.
[7] CARO ROMERO, JOAQUÍN: El cofrade Romero Murube. Diario Abc de Sevilla, 7 de abril de 2004.
[8] SALAS, NICOLÁS: Sevilla fue la clave. Editorial Castillejo. Sevilla, 1992, pág. 97.
[9] ROMERO MURUBE, JOAQUÍN: Sevilla… Op. cit., págs 151-152.
[10] TRAPIELLO, ANDRÉS: Las armas y las letras. Editorial Planeta. Barcelona, 1994, pág. 122.
[11] Antología poética del Alzamiento 1936-1939. Jorge Villén. Cádiz, Establecimientos Cerón, 1939.
[12] VILLENA, FRANCISCO: De una historia que vio la Alhambra. Diario Amanecer, 03.IV.37.
[13] ROJAS, CARLOS: Momentos estelares de la guerra de España. Plaza & Janes. Barcelona 1996, pág. 59. Por otro lado, el semanario falangista Antorcha, de la localidad de Antequera, reprodujo el mismo artículo el 28 de marzo de 1937. Ver también Los últimos días de García Lorca. Plaza & Janes. Barcelona 1983, pág. 385, de EDUARDO MOLINA FAJARDO.
[14] ROMERO MURUBE, JOAQUÍN: Canción…, págs. 132-133.
[15] FORMICA, MERCEDES: Visto y vivido. Editorial Planeta. Barcelona 1982, pág. 193.
[16] LAMILLAR, JUAN: Op. cit., pág. 115.
[17] LAMILLAR, JUAN: Donde habita el olvido. Revista Clarín, nº 30, noviembre-diciembre, 2000, pág. 51.
[18] COSSÍO, JOSÉ MARÍA DE: Las cosas de Miguel. Diario ABC de Madrid, 26 de marzo de 1978.
[19] ROMERO MURUBE, JOAQUÍN. Sevilla…Op. cit., pág. 141.
[20] DUQUE, AQUILINO: Mano en candela. Pre-Textos. Valencia, 2002, págs. 119-120
[21] LAMILLAR, JUAN: Op. cit., pág. 199.
[22] Ver revista Clarín, nº 52, julio-agosto de 2004. Entrada y recopilación de JUAN LAMILLAR.
[23] ROMERO MURUBE, JOAQUÍN: Lejos y en la mano. Gráficas Sevillanas, Sevilla, 1959.
[24] ROMERO MORUBE, JOAQUÍN: Tierra y Canción. Editora Nacional. Madrid, 1948, págs. 95-96.
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